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Hacia una critica cultural de la legalidad
Rafael Estrada Michel

Escuela Libre de Derecho

 

“Ley” y “Estado de Derecho” son expresiones que gozan de fortuna entre nosotros. Y es natural, por cuanto que por lo general nos acercamos acríticamente a ellas: la modernidad ha hecho de ambos conceptos virtualmente sacros, y ya se sabe que lo primero que reclama la sacralidad es la opacidad, la inescrutabilidad y la ausencia de crítica.
Me temo, sin embargo, que las bases sobre las que se ha fundado la estatalidad moderna en Occidente son extraordinariamente complejas, discutibles y paradójicas como para intentar hacia ellas alcances religiosos o acríticos, respetables ciertamente en el terreno de las conciencias individuales pero sumamente perniciosos al momento de encarar éticas y filosofías colectivas que se traducen en comportamientos y consecuencias sociales. La democracia es diálogo, y toda entidad que se halle cerrada al diálogo, así sea la rousseauniana voluntad general —cuyo canal de expresión por excelencia sigue siendo, hoy como en el Setecientos, la Ley—, es en consecuencia manifestación de cauces no democráticos, propios de una Teología política apenas disimulada y sobre la que frecuentemente se dan demasiadas cosas por sentado.
Los caminos del Señor son inescrutables, y una vez que el Legislativo (unipersonal o colectivo, que para nuestros efectos lo mismo da) se enseñoreó apropiándose de la creación normativa, la imposibilidad de criticar sus resoluciones —que, mitificadas, se asumían como resoluciones propias del pueblo, la Nación, el Tercer Estado o la voluntad general— no tardó en imponerse como un dogma que el profesor Paolo Grossi ha descrito puntualmente como propio del Absolutismo jurídico (Grossi, 2004, pp. 61-76), y que no es creación ni del Medioevo ni del Ancien Régime, sino de la Revolución. Recuérdese simplemente la estricta prohibición, conte- *Escuela Libre de Derecho. nida en el Code Civil napoleónico, a que se realizase sobre él cualquier ejercicio de libre interpretación judicial, prohibición que vino a terminar con una tradición multisecular de cuestionamiento normativo llevada a cabo por los parlamentos locales de la Francia compuesta en sede jurisprudencial. Y es que “el Estado Llano en el poder tiene el mérito no secundario de haber intuido –a diferencia del Príncipe del Antiguo Régimen- que todo el derecho interesa al detentador del poder político y que es el monopolio de la producción jurídica la garantía primera y más válida para aquel poder” (Grossi, 2004, p. 64).
No es extraño que, como recuerda Maurizio Fioravanti, haya sido el Código, pináculo del principio de legalidad, y no la Constitución, expresión literaria meramente semántica, la auténtica ley de leyes, la única y definitiva ley fundamental (Fioravanti, 2000), en una Europa de tradición continental perturbada por la expropiación de fuentes jurídicas que perpetró la Revolución, francamente recelosa del poder de los jueces, a quienes quiso reducir al triste papel de bocas muertas, de autómatas de la voluntad del supremo legislador.
Y, sin embargo, cuando hablamos de Estado liberal la ideología al uso nos remite de inmediato a la fórmula de un Estado mínimo preocupado solamente por la tutela y garantía de los derechos individuales con miras a extraer del ciudadano todas sus capacidades productivas. Nada más falso en el caso del Estado de Derecho decimonónico, con sus múltiples Constituciones liberales a cuesta, en el que el estatalismo se utiliza como una forma de proteger a los poderes públicos “frente a las voluntades particulares, individuales y de grupo, operantes en la sociedad civil” (Fioravanti, 2000, p. 103). Tras el trauma de la Revolución jacobina, la búsqueda de estabilidad se traduce en negación de validez a la obra de los poderes sociales reunidos en sede constituyente, y en un legicentrismo capaz de brindar al Estado la debida tutela frente a los embates constitucionales de una ciudadanía que exige garantías, pero que no sabe cómo instrumentarlas. Es éste el punto de inflexión en el que el Estado de Derecho de tipo europeo-continental, que incluye por supuesto a las jóvenes repúblicas iberoamericanas, se aleja de toda posible confluencia con la tradición anglosajona de la judicial review, profundamente antiestatalista en sus líneas maestras originales.
La sustitución del revolucionario término “pueblo”, entendido como el conjunto de los individuos no privilegiados, iguales, capaces de concurrir sin obstáculos a la formación de la voluntad general, por el mucho más ambiguo de “Nación”, producto del romanticismo historicista y, por tanto, ajeno a una configuración de tipo voluntario, esto es, a una agregación consciente y deliberada de individuos libres, termina por cerrar el círculo legicentrista de la Restauración. La Nación se da sus leyes (una de las cuales es la constitucional), pero no depende de las voluntades individuales, puesto que es una realidad histórico-cultural que las trasciende. De ahí que la Nación tenga, en todo tiempo, el inalienable derecho de decidir lo que es jurídico y lo que no, sin tener que preocuparse por controles constitucionales de corte individualista y garantista. No es extraño que la Constitución de 1824 en su título I haya impuesto entre nosotros el mito de la existencia nacional. Al fin y al cabo es, como la de Cádiz, una Constitución de la Restauración, una Constitución liberal que establece un Estado legicentrista de Derecho. Una Constitución que, en realidad, no es Constitución.
En situación semejante, sorprende el entusiasmo que la Ley como fuente virtualmente exclusiva de lo jurídico, y su corolario, el Estado legal de Derecho, han suscitado entre los occidentales de las dos centurias pasadas. La ausencia de control jurisdiccional sobre lo que decide el Poder Legislativo, representante último y definitivo de la Nación, condujo, sin exageraciones, a dos guerras mundiales y a infinidad de tiranías agazapadas, eso sí, debajo del manto protector de la Ley. Pero tan ley es el Código Civil o el de Comercio como lo fueron las Leyes de Nurenberg, que privaron de la ciudadanía a multitud de personas en razón de su pertenencia a un determinado grupo étnico. La imposibilidad de realizar sobre ellas un control constitucional, esto es, un control fundado en los derechos humanos, marcó en Alemania el fracaso de la Constitución de Weimar e hizo que todo el constitucionalismo europeo de entreguerras tuviese que replantearse. La divinidad del legislador es dogma que ninguna cabeza sensata se atreve hoy día a sostener y, sin embargo, expresiones tales como “cultura de la legalidad” siguen siendo recurrentes en los discursos de los políticos y en los llamados de los Jefes de Estado y de Gobierno al mantenimiento del orden y de la paz, sin que se aclare si la referencia se hace al orden de las crujías o a la paz de los sepulcros.
Ha llevado más de doscientos años desvirtuar el mito eugenésico de la Ley, sobre todo en los sistemas jurídicos continentales, herederos directos del estatalismo propio de la revolución francesa. No hace muchos años, en México los profesores y operadores del Derecho se resistían a admitir que por encima del sagrado texto de la Ley pudiesen existir entidades metafísicas tales como la “Justicia”, el “Derecho Natural” o los “principios”. Se comprendía mucho menos aún un sistema concentrado de control de la constitucionalidad que, como el europeo de la posguerra, se significa ante todo por la potestad conferida a un grupo de magistrados para expulsar del sistema jurídico a las leyes ordinarias que vulneren la sustancia constitucional. No era infrecuente escuchar denuestos ideologizados hacia figuras del constitucionalismo “conservador y reaccionario” por pretender que existía tal cosa como una metalegalidad superior que valía la pena proteger. Ejemplo prototípico de actitud semejante lo integran los vituperios espetados hacia el Supremo Poder Conservador, institución creada por las Siete Leyes Constitucionales de 1836 y que, en sus líneas directrices, no es sino un Tribunal Constitucional avant la lettre.
Pretender que la Ley puede contener lo que sea es, se quiera o no, legalizar potenciales opresiones. “Tan tirano puede ser el pueblo como un monarca, y mucho más violento, precipitado y sanguinario”, decía nuestro primer constitucionalista, el padre Servando Teresa de Mier, en fecha tan temprana como es 1823. Un Congreso que pretende ser el representante exclusivo de un pueblo que lo ha elegido es una asamblea que se sabe omnipotente, con poco que se asuman dos o tres dogmas hobbesianos, completamente superados pero igualmente actuantes en la descarnada realidad del Estado: “la voluntad general es la ley y esa ley, absoluta e infalible, es la expresión de la única soberanía verdadera: la del pueblo. El pueblo es rey, y como verdadero rey, no tolera opiniones contrarias a las suyas” (Paz, 1998, p. 21). Así se expresaba, estupefacto, Octavio Paz cuando analizaba las endebles bases sobre las que se han construido jurídica y políticamente las sociedades contemporáneas.
Si por “cultura de la legalidad” entendemos la obediencia ciega a la Ley, contenga ésta lo que contenga, preceptúe lo que preceptúe, prohíba lo que prohíba, lo que entendemos es un disparate monumental de extrema peligrosidad. Por ello es que resulta mucho mejor, como ha propuesto el profesor Peter Häberle (1998 y 2001), comprender como cultura al constitucionalismo, esto es, al conjunto sistematizado de ideas que ve en las determinaciones fundamentales y fundacionales de una sociedad, sean estas expresas o tácitas, el límite infranqueable para todo acto de autoridad, incluyendo desde luego al acto de carácter legislativo. Constitución como cultura es ante todo control del poder, expresión que comprende, y en señalado lugar, al poder de hacer normas.
La cultura constitucional exige realizar varias concesiones. En primer lugar, asumirla implica reconocer que un grupo de notables, reunido en torno a un Tribunal o Consejo Constitucional, tiene la facultad de declarar incompatible con el sistema constitucional a una ley proveniente de la más alta esfera representativa del pueblo o Nación. La concepción presenta innegables problemas y se ha discutido largamente acerca de la legitimidad democrática de los jueces constitucionales: ninguna sociedad los ha elegido de manera directa y, sin embargo, se dan el lujo de declarar inconstitucional lo que la voluntad general ha decidido aprobar como ley. Los jueces no son —no deberían serlo— políticos profesionales y, por ende, se encuentran frecuentemente enfrentados a los golpes de legisladores y grupos de interés que no dudan en azuzar a un pueblo lego para que ataque las determinaciones del órgano de control constitucional. Y, sin embargo, la Justicia constitucional es tan importante que puede decirse que sin ella no existe en realidad Constitución. Sin ella, la Constitución no es más que poesía, verfassunglirik, como dicen los alemanes, metáfora de una sociedad que se sueña libre y que en realidad es esclava del aparato estatal, que es aparato legislador.
Es necesario asumir culturalmente, en consecuencia, que la democracia posee una dimensión sustancial que determina la esfera de lo que un pueblo puede decidir y la de lo que le está vedado. Luigi Ferrajoli ha venido sosteniendo que los derechos fundamentales se hallan fuera del ámbito de decisiones que las mayorías (o las fuerzas del mercado) pueden tomar. En consecuencia ninguna ley, ni siquiera la constitucional, así posea un consenso absoluto por parte de quienes están llamados a integrar la sacralizada voluntad general, puede justificar decisiones atroces, esto es, determinaciones contrarias a los derechos humanos, que por su naturaleza son formal y materialmente universales e indisponibles (Ferrajoli, 2001, pp. 250-251).
La ley (e, insisto, la Constitución en su faceta de ley fundamental) debe ser producto del voto mayoritario, pero sólo puede poseer validez sustancial cuando la decisión se ha tomado dentro del ámbito de lo que es decidible democráticamente. La cultura de la constitucionalidad (que es cultura de los derechos humanos) nopuede tolerar, por más referencias retóricas que se hagan al rule of law o a la cultura de la legalidad, que se imponga el cumplimiento de leyes absurdas, atroces o antigarantistas por el mero hecho de que éstas provengan de los mecanismos formales autorizados por una supuesta mayoría que, por lo demás, en ocasiones resulta muy difícil de cuantificar y calificar. La pena de muerte y las limitaciones al tránsito migratorio son buenos ejemplos de ámbitos en los que las “mayorías”, mal informadas y peor encauzadas, se entrometen indebidamente en detrimento de derechos universales e inalienables. Se trata de áreas que debieran ser indisponibles para todo legislador y, sin embargo, el país más poderoso de la tierra hace de ellas el pináculo de su sistema de legalidad (no es casual que law, “ley” en inglés, sea traducible perfectamente al castellano como Derecho).
La confusión entre los vocablos “ley”, “justicia” y “Derecho” nos ha conducido a una encrucijada moderna, a un auténtico nudo gordiano que es imposible desatar desde atalayas meramente voluntaristas. Como ha sabido ver Gustavo Zagrebelsky, juez de la Corte constitucional italiana y más tarde destacado profesor y teórico de innegable y fructífera influencia, la contemporaneidad “ha pretendido reducir la justicia al Derecho, el Derecho a la ley y la ley a la soberana voluntad del Estado… En todos estos casos, la justicia es entendida como conformidad a la ley; al individuo se le exige, para que la justicia sea hecha, que respete la ley. La justicia se convierte en legalidad” (Zagrebelsky y Martini, 2006, p. 29). El problema es que la ley, como acto de la voluntad humana, es por supuesto falible y no se corresponde per sé con la juridicidad que las exigencias humanas reclaman, una situación que se agrava en países que, como el nuestro, han hecho de la injusticia generalizada una forma de vida escandalosamente cotidiana. El propio Zagrebelsky ha denunciado, en su ensayo La crucifixión y la democracia, la falacia que contiene el consabido apotegma que ve en la voz del pueblo (o del legislador que lo representa) a la voz de Dios. La voz del pueblo es la voz del pueblo. Cualquier concepción distinta es falso halago que parte de una visión acrítica de la democracia, cuando no de intereses aviesos e inconfesables.
El iusnaturalismo clásico, que condujo al racionalismo, a la codificación del Derecho y, en definitiva, a la obsesión legicentrista que se tradujo paradójicamente en positivismo normativo, es negación del contexto, es resistencia frente a la excepción y frente al cuestionamiento. Al llamado jacobino a cumplir la Ley en todo momento y sin chistar, cabe oponer un grito lleno de complejidad: “depende”. Depende de su constitucionalidad, depende de su respeto por la esfera indisponible constituida por los derechos fundamentales, depende de su grado de compromiso respecto de los valores y principios que defiende el ordenamiento, depende de las circunstancias a las que pretenda aplicarse, depende, en suma, de su auténtica juridicidad. Ya Unamuno denunciaba la “atrocidad aquella de Kant de que, si estando la humanidad a punto de desaparecer y habiendo un condenado a muerte, debería ejecutarlo antes de su desaparición colectiva” (Unamuno, 1918).
Los cuestionamientos semejantes a los de Kant, en forma alguna desterrados del pensamiento hodierno, se olvidan de que la Justicia suprema no es otra cosa que el perdón: el Sábado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el Sábado. Como quería el de Tarso, “si uno pudiera ser justificado por cumplir la ley, Cristo habría muerto en vano” (Gal. 2: 16; 21). Y en vano existirían también los derechos humanos, entidades, no es bueno olvidarlo, extra legem, así ciertas leyes reconozcan algunos de ellos o incluso graciosamente los “otorguen”, como pretende nuestra fatua ley fundamental en su artículo primero.
Vistas así las cosas, yo no me preocuparía demasiado por la actitud ambivalente que muestra el mexicano frente a la ley, y menos frente a las leyes inviables o injustas que una y otra vez se encarga de expedir el legislador vernáculo. Me preocupan mucho más las actitudes ideológicas de nuestros compatriotas frente a los valores fundamentales del ordenamiento jurídico, tales como la vida, la dignidad y la solidaridad humanas, así como me preocupa la falta de solidez patente en nuestros conocimientos acerca de la trascendencia de la función de control constitucional. Me preocupa un país en el que el imaginario generalizado considera que los “licenciados” estudiaron “leyes” y no “Derecho”, que conceptúa a los operadores del Derecho como “servidores de la Ley” y que cree que es obligación de los jueces, incluso de los jueces de constitucionalidad, el aplicar ciegamente la Ley.
Preocupa, en suma, la ausencia de una cultura constitucional, esto es, de una cultura que identifica constitucionalidad y juridicidad con respeto irrestricto a los derechos fundamentales. Y preocupa porque la actitud servil ante la ley, que es siempre expresión de la voluntad del poderoso, se traduce con suma facilidad en pérdida de libertades elementales. El poco énfasis que se hace en los principios constitucionales, en el sentido que asigna a la expresión Robert Alexy, deviene en interpretaciones letrísticas, rehenes de una ley que poco o nada tiene de jurídica, y desemboca en situaciones indeseables que se hacen cotidianas, como sucede con los retenes militares, a todas luces inconstitucionales, que perturban a quienes transitan por las carreteras de la República sin que el sistema jurídico parezca tener armas para responder en forma garantista a la “lacerante realidad” que tanto arguyen políticos y generadores de opinión en descarada apelación a falacias de tipo naturalista.
Por supuesto que es deseable que la mayoría de los ciudadanos se conduzca usualmente dentro de los parámetros fijados por leyes justas, constitucionales y razonables. Pero no ayuda a generar cultura jurídica el reivindicar un cumplimiento acrítico de legislaciones absurdas, ni la hipócrita inclusión de derechos económicos y sociales en normas programáticas que, a fuerza de ser programas para un futuro siempre aplazado, han perdido la capacidad normativa (es el caso, por no ir más lejos, de los artículos constitucionales que supuestamente garantizan el acceso de los habitantes del país a condiciones equitativas de educación, vivienda y salud). Y es que “quien pretenda escribir en la Constitución ideales políticos no justiciables, debe ser consciente de lo que se juega. Con una sola disposición en la Constitución no controlable judicialmente se abre el camino para la pérdida de su obligatoriedad” (Alexy, 2006, p. 33). De la obligatoriedad toda del sistema constitucional, para ser más drásticos. Tampoco auxilia el utilizar a la Ley como instrumento eternizador de los privilegios de clase, sin permitir que el grueso de la población palpe los beneficios que tiene el vivir en un entorno culturalmente jurídico, es decir, razonablemente justo y equilibrado.
Lo que sí fomentaría la cultura del Derecho es algo que frecuentemente olvidan los corifeos de la legalidad: el abatimiento de la impunidad en los altos niveles de gobierno. Puedo asegurar que no formular cargos ni castigar responsables en materias tan sensibles como el peculado o el cohecho conlleva un efecto multiplicador en la incultura jurídica que prevalece entre nosotros. Si un señor denunciado como corrupto por todos, incluso por sus compañeros de partido, es capaz de evadir el castigo al que se ha hecho acreedor, el mensaje para el ciudadano común (y para sus hijos, que se hallan seguramente en una edad de enorme receptividad) es clarísimo: todo está bien mientras nadie pueda tocarte. Que sólo la Historia sea capaz de juzgarte. Y hay que ver la Historia que por ley se impone a los niños mexicanos para entender que el problema posee dimensiones pantagruélicas: la intolerancia y la falsedad de la Ley no exime de su cumplimiento.
Parece urgente que aprendamos a ver en la ley lo que realmente fue: el instrumento que, con su aplicación generalizada e igualitaria, permitió desmontar al Estado estamental propio del Antiguo Régimen. Pero desde fecha tan temprana como 1789 quedó bien claro que la ley no es necesariamente el instrumento de las libertades. Al servicio de la Igualdad (Hitler y Stalin son los ejemplos más abyectos, pero por supuesto no los únicos), el orden legal se olvida frecuentemente de la Fraternidad, vínculo necesario, como en su momento expresó bellamente Paz, entre ambos extremos del lema revolucionario. La Libertad y la Igualdad no son nada si los hombres no aprenden a ser hermanos. Y eso es algo que la Ley no enseña. Es una cuestión de cultura. A las soflamas de Robespierre y Mirabeau les hizo falta la escucha atenta de la “sinfonía del hombre”, como dijera Saramago, con su insuperable coral de humanidad.
La ley tiene que servir para limitar el poder. Tal es su función en tanto que fuente normativa. Por el principio de legalidad, cuando es sanamente entendido, las sociedades se ordenan sobre la base libertaria de que al particular le es lícito hacer todo lo que la ley no le prohíbe, mientras que al Estado sólo le es dado comportarse en los términos que expresamente señala la ley. Ensanchar los alcances de la legislación se traduce —el siglo XX no es mal ejemplo— en desaseados sistemas antijurídicos. Hoy en cambio sabemos —es una conquista cultural— que el positivismo legalista se atenúa con el constitucionalismo y con el control constitucional encargado a los jueces. Y si estos jueces saben al servicio de quién los coloca la sociedad, se ha dado un paso civilizador multisecular.
El juez constitucional no sirve a la Ley ni a los poderes “fácticos” (en el fondo, todos los poderes lo son) sino al principio organizativo, a la convivencia justa y segura, al bienestar razonable de todos los habitantes de una república. En muchos casos está obligado a juzgar a la ley, y no precisamente conforme a la Ley. Lo mejor, incluso, es que no se halle obsesionado, como el Javert de Víctor Hugo, con el cumplimiento exacto de la legislación. Debe ser capaz de ponderar prudente y racionalmente y debe comprender que, como dijo Pietro della Bellapertica hacia fines del Medioevo, sólo lo que carece de causa es corrupción. Debe, en suma, comprender que el Estado de Derecho es un Estado constitucional jurídico y no un Estado legaloide “de Derecho”.
En la película Hotel Rwanda, basada —según entiendo— en hechos realmente acaecidos, el protagonista, Paul Rusesabagina, autor del libro de memorias Un hombre corriente, soborna una y otra vez a los encargados de cumplir y hacer cumplir la Ley, algunos de los cuales consideraban, por cierto, que la norma no sólo los autorizaba sino que les exigía exterminar a los tutsis, comenzando por los niños y por las mujeres. En una escena de tiernísima belleza, Rusesabagina explica a su esposa, una tutsi lista para enfrentar su último y atroz viaje, la manera en que corrompió a un alto mando del gobierno ruandés para hacer que la cambiaran de adscripción con el fin de cortejarla in situ. “¿Qué le diste a cambio?, ¿cuánto valgo para ti?”, le pregunta Natalia, su mujer. “Un Volkswagen”. La misma táctica ilegal empleará Rusesabagina cuando, como encargado de un hotel belga, se encargue de procurar asilo y huída a centenares de personas condenadas a muerte por las incontroladas milicias hutus de la Interahamwe. Se trata, puntualmente, de un caso de uso “alternativo” (en la hipótesis, el único auténticamente jurídico) del Derecho.
Lo mismo que Rusesabagina hicieron, en sus propias circunstancias, Raoul Wallenberg, Óscar Schindler, Martin Luther King Jr., Mahatma Gandhi y, entre nosotros, Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga y tantos otros personajes dignos de un árbol en la Alameda de los hombres justos (que no “legales”) que alberga el museo Yad Vashem en Jerusalén.
¿Por qué no soñar en un Tribunal Constitucional integrado por los Rusesabagina, Schindler, Wallenberg y Las Casas que deben quedar por ahí? Es lo que requiere, más que técnicos muy bien dotados, el órgano encargado de controlar la constitucionalidad de las leyes y de los actos del poder. En eterna postura de cuestionamiento frente a la Ley, estos hombres no tienen más amigos que el hombre. Y esto, qué duda cabe, no es poca cosa.

Referencias
Alexy, R. (2006), “Los derechos fundamentales en el Estado constitucional democrático”, en Carbonell, M. (ed.), Neoconstitucionalismo( s), 3a. ed., Madrid, Trotta,
Ferrajoli, L. (2001), Derechos y garantías. La ley del más débil, 2a. ed., Madrid, Trotta,
Fioravanti, M. (2000), Los derechos fundamentales. Apuntes de Historia de las Constituciones, 3a. ed., Madrid, Trotta,
Grossi, P. (2004), Derecho, sociedad, Estado, México, El Colegio de Michoacán/Escuela Libre de Derecho/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
Häberle, P. (1998), Libertad, igualdad, fraternidad. 1789 como historia, actualidad y futuro del Estado constitucional, Madrid, Trotta.
Häberle, P. (2001), El Estado constitucional, México, UNAM. Paz, O. (1998), “La democracia: lo absoluto y lo relativo”, Vuelta, núm. 261, agosto/septiembre.
Unamuno, M. (1918), “Las Indias Occidentales y la Europa asiática”, La Nación, 5 de marzo.
Zagrebelsky, G. y C. M. Martini (2006), La exigencia de justicia, Madrid, Trotta.