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Homofobia y lenguaje

Néstor Braunstein

Antonio Marquet, El crepúsculo de Heterolandia. Mester de jotería, México, UAM-Azcapotzalco, 2006, 479 pp.

Quizá esta obra de Antonio Marquet sea uno de los libros más novedosos, oportunos e inteligentes producidos en México en lo que va de este nuevo siglo. Aclaremos algo sobre el título. Mester de jotería es el único encabezamiento aceptable para este volumen por dos razones; la primera es que tal es el nombre que el autor quiso darle cuando no él, sino el gran Otro, supuesto conocedor de las tácitas leyes que regulan a la industria y al mercado editorial, lo encontró peligroso, vulgar, demasiado osado o contraproducente; la segunda es que El crepúsculo de Heterolandia implica varios presupuestos que, me parece, el autor no aceptaría sin objeciones. Esta cuestión del título me permitirá encaminarme sin más precauciones a ciertos argumentos que voy a postular en tomo a una palabra, con la que no estoy de acuerdo y que ocupa un lugar central dentro del texto.
“Heterolandia” es un neologismo que no puede existir sin oponerse a otro neologismo que aparece —y por muy buenas razones— en la escritura de Marquet. El neologismo es “Homolandia”. Con la dupla heterolandia-homolandia caemos en la clásica oposición homo-hetero sexual, procedente del discurso médico y que el movimiento gay ha conseguido, finalmente, hacer sospechosa en el mundo de las ideas contemporáneas. No es necesario recurrir aquí a la historia (breve), a la etimología (discutible) o la difusión social (nefasta) de ambas palabras para descalificar a los dos vocablos que proceden de una operación taxonómica del poder encarnado por la medicina, que clasifica a los seres humanos como homosexuales y heterosexuales, encerrándonos a todos en una oposición polar que excluye a los términos intermedios y a las particularidades singulares. Si eres humano, sólo hay de dos sabores: homo y hetero, o sea, “bien orientado” e “invertido”, polaridad equivalente a la que maneja el médico cuando quiere averiguar si Antonio era “positivo” o “negativo”. Sabemos bien, desde la antipsiquiatría y desde Foucault, que homo y heterosexual son términos salidos de una mentalidad clasificatoria que busca imponer normas al goce y que acude a una oposición simplista que desconoce la complejidad de la sexualidad humana.
Mester de jotería es el nombre que conviene a esta obra por esas dos razones: por la atrevida preferencia del autor y por lo discutible del título “oficial”, que alude a un imaginario y confuso país de Heterolandia.
La disquisición sobre la sospechosa dicotomía entre homosexual y heterosexual como categorías absolutas y recíprocamente excluyentes nos lleva de la mano a uno de los términos que Antonio Marquet usa a lo largo de las páginas del libro, que es el de homofobia, polo negativo de su discurso, enemigo manifiesto del Mester de jotería. Sostengo que homofobia, como todas las palabras que incluyen el sufijo fobia, procede del discurso médico, lo que ya es pecado cuando se habla de asuntos relacionados con el deseo, pecado que se agrava, en este caso en particular, además, porque al hablar de homofobia se acaba por aceptar tácitamente la dicotomía ya mencionada entre homo y hetero sexual, esas jaulas verbales de las que Marquet quiere escapar recurriendo a términos tales como gay o jotería.
¿Qué implica tomar una palabra del discurso médico que está centrado, como todos sabemos, en las nociones de salud y enfermedad? En el caso de esta palabra, inadvertidamente, nos encontramos sosteniendo desde la definición, que las distintas formas de perseguir al gay son enfermedades y, puesto que fobia significa miedo y se manifiesta subjetivamente como angustia, terminamos por la simple presión de las palabras sosteniendo que la tal homofobia es un miedo a la homosexualidad. Eso es desconocer la naturaleza totalmente distinta de lo que se quiere significar con ese término en la lengua gay. Lo que se abona es un contrasentido, un sentido que va en contra de nuestras intenciones: acabamos por decir lo contrario de lo que queremos.
Al respecto, dice Marquet ante mi crítica al uso de esa palabra: “Surge entonces el problema de saber cómo se va a organizar el vasto campo cubierto por ‘homofobia’ que va del pavor buga a la manipulación que el sistema ejerce con bugas, a las agresiones cotidianas a lesbianas y gays. Que va desde el humor ..., desde el albur..., hasta el gaycidio ... y de las acciones de una política de Estado en torno a la cuestión gay que yo no dudaría en calificar de limpieza genérica y las reacciones contra el homosexual que se han suscitado a lo largo de la historia o en el mismo presente”. No podría estar más de acuerdo. Con este planteamiento nos encontramos, tal como me auguro, en un campo común, dado que impugnamos la designación de homofobia para todas esas operaciones del poder, debemos utilizar otros términos más adecuados para organizar ese vasto campo que cubre una extensa serie de fenómenos que tienen un rasgo en común, a saber: la persecución y discriminación contra un sector de la población en función de sus preferencias sexuales.
Por ello, en este caso se impone no recurrir al discurso médico y delinear las alternativas. ¿Cómo llamar a este hecho esencial, esta realidad constatada día a día, que es la de la segregación e imposición de normas que desconocen la singularidad del deseo de aquellos que no comulgan con el dogma oficial y autoritario que rige en Occidente?, ¿o acaso es una cuestión de fobia? Comparemos con los otros tres casos paradigmáticos de aplicación de esas normas propias del orden patriarcal: el antisemitismo, la misoginia y el racismo. ¿Cree alguien que conviene a nuestros discursos críticos cambiar esos términos por los de judeofobia, ginecofobia y negrofobia? Creo que la respuesta es obvia: quienes sustentan las mencionadas posiciones reaccionarias no sufren de angustia; su rasgo dominante no es el miedo sino el odio. Dicho con toda claridad: el odio racista y el odio sexista. Nadie discutiría, me parece, que la situación de aquel a quien mal se llama homofóbico es la de un ser que se expresa y actúa con odio hacia el otro, hacia quien obedece a normas diferentes a la suya. El mentado homofóbico es el que pretende eliminar a los gays, asimilarlos, “curarlos” para que dejen de serlo, encerrarlos en guetos, desconocer su derecho a tener derechos, llevarlos a avergonzarse de su diferencia, prohibirles la expresión directa de su sexualidad y empujarlos a esconderse o a modificar sus inclinaciones bajo la amenaza de sufrir graves consecuencias sociales.
El fóbico no busca reunirse con otros fóbicos de la misma clase para perseguir y eventualmente exterminar el objeto de su miedo: él se conforma con huir de aquello que le asusta. Ni por asomo se le ocurriría emprender acciones contra el objeto de su fobia. Nunca he visto un aracnofóbico que quiera matar arañas. El fóbico no amenaza y no es un peligro para nadie. El racista-sexista, en cambio, es un ser deleznable al que no se puede considerar con imparcialidad y benévola neutralidad. Es una lacra en una vida social cuyos ideales pugnan por la convivencia y la generación de un clima donde cada uno pueda seguir por sus vías personales en la búsqueda de un goce que condescienda a su deseo. La mal llamada homofobia no es una cuestión médica que pida tratamientos adecuados. Es una cuestión política que debe enfrentarse y no con medicamentos o tratamientos cognitivo-conductuales.
Los triunfos logrados por los gays en su lucha contra la discriminación son amplios y sabemos que aún quedan muchos combates por ganar. Es evidente que son ellos, los racisexistas, los que están a la defensiva, los que deben esconderse en el clóset y los que tienen que cuidar su vocabulario para no delatar sus posiciones. Si entramos a una librería encontramos estantes y secciones enteras de libros de feminismo y de gay and lesbian studies. Si buscamos las obras en las que ellos, los otros, se expresan, vamos a tener muchas dificultades para encontrarlos. No hay libros de machismo ni (salvo rara excepción) libros para condenar a la teoría queer. Su campo de acción es diferente. Dado que no hay defensa de lo indefendible, se refugian en las actitudes, en los prejuicios, en los gestos, en lo no verbal, en el chiste anónimo y malintencionado, en el desprecio silencioso. Independientemente de nuestro ser o no ser gays, de nuestras inclinaciones sexuales, de nuestro sexo dicotómicamente expresado como M o F en los documentos de identidad, es claro que hemos ganado el territorio de la palabra, pero aún debemos proseguir nuestra batalla en el de la política y en el de la vida cotidiana. Ni el Papa ni el presidente tienen libertad para expresar sus verdaderas opiniones (por no decir prejuicios) acerca de lo que siguen llamando la homosexualidad. El mundo, a través de los medios y de la blogonet se les vendría encima. Un libro simétrico como este que estamos viendo nacer y que pretendiese decir lo contrario de lo que proclama Marquet sería motivo de un escándalo planetario, como el que produce uno que intente negar el Holocausto.
Volvamos al terreno del que partimos: el de la homofobia. ¿Existe sí o no? Mi respuesta será inequívoca y puede que, tras lo que he dicho, sorprenda a algunos. Sí, el miedo a la llamada homosexualidad, el rechazo a lo gay, la necesidad de educarse y de curarse, lo que con toda propiedad podríamos llamar homofobia existe y está muy difundida... en nosotros mismos. No en éste ni en aquél; en todos. En los que siguen manifestando su temor a salir del clóset tanto como en aquellos que participan en marchas del orgullo gay y lésbico, en los que adoptan tácticas que señala con tanta precisión Antonio Marquet desde el prólogo para presentarse como el hombre perfecto dotado de todos los atributos fálicos o el travesti que quiere ser la mujer maravilla, aquella que fascina a los hombres, toda teta y toda nalga. Frente a la vergüenza gay y frente al orgullo gay sólo cabe adoptar una posición diferente que es una denuncia de ambos: “Sí; soy gay, ¿y qué?, ¿cuál es tu problema cuando me ves?”.
Esa es la homofobia que puede emerger en el texto cuando, mientras cree sostener una discusión conmigo, Antonio Marquet escribe: “Aseguro al lector que no me gusta a mí, como gay, ser considerado gay”. ¿Por qué atribuir al lector la idea de que él, el lector, podría pensar que a Marquet o a alguien más le gustaría ser considerado gay, a tal punto de tener que asegurarle que no es así?, ¿y por qué al autor no le gusta que se le considere gay? Creo entenderlo bien. Tampoco a mí me gusta que se me considere gay mientras que me deja impávido el que se me marque como el buga que soy. ¿O por qué compartimos Antonio y yo este rasgo? Es evidente. Por la homofobia que existe en nosotros, homofobia que es el rechazo a ser descalificados por algo que somos o no somos, algo que parece concederle al Otro (con mayúsculas) el privilegio de desdeñarnos. Esta homofobia interiorizada es un verdadero síntoma, no necesita de comillas; está condicionada y nos ha sido inculcada desde nuestra más tierna infancia por un mundo donde impera la represión a las minorías sexuales.
Los racisexistas encuentran su tarea facilitada por los homofóbicos que somos nosotros en cuanto tememos a sus juicios y a sus categorías diagnósticas y no podemos curarnos del temor a las etiquetas que ellos manejan y están sustentadas en el ejercicio del poder político que es el poder de las palabras. Tanto Antonio como yo comprendemos que si nos dicen “puto”, “joto”, “maricón”, etcétera, lo que importa no es ni el significado de la palabra ni la verdad de nuestras inclinaciones sexuales, sino la intención injuriosa de quien la maneja y pretende así reducirnos al silencio.
Después de todas estas aclaraciones quiero terminar algo que he ido deslizando en mis palabras anteriores y lo haré utilizando las palabras de Antonio Marquet: “El gay no existe, lo produce el heteronormado, el buga que circula orondo por la pasarela de Heterolandia”. Heterolandia es el heterogéneo país donde él, el discriminador, se siente cómodo, creyendo establecer una frontera entre su patria y las de los demás.
Cuando su proyecto tiene éxito, crea homofóbicos, gente que vive con miedo de ser lo que es o a que se la acuse de ser lo que no es. ¿Qué son ellos? Ya usé la palabra que creo que les conviene: racisexistas. Agentes del odio contra todo lo que ven como queer, un término anglosajón sin traducción precisa al español. Lo queer no corresponde a una minoría sino a la mayoría de los seres humanos una vez que entendemos que queer son las mujeres en tanto que discriminadas, las razas oprimidas, los que tienen preferencias sexuales apartadas del ideal de la pareja monogámica. En síntesis, todos los condenados de la tierra.
En nombre de los que son repudiados por los family values del presidente Bush y sus epígonos se publica este Mester de jotería, obra necesaria en el México de hoy, expuesto como nunca a que desde arriba se pongan casetas de vigilancia y cercos con alambres de púas para separar a los homos de los heteros. La riqueza del libro de Antonio Marquet reside en que nos arma para ganar la batalla contra la homofobia instalada en cada uno de nosotros y así nos refuerza para enfrentar al racisexismo del Otro.